En un bosque de Tailandia vivía una numerosa comunidad de luciérnagas. Su casa era el tronco de un árbol lampati, el más viejo de todo el país. Por la noche, las luciérnagas salían del árbol para iluminar la noche con su tenue luz y parecían pequeñas estrellas danzantes.
Pero no todas las luciérnagas participaban: una de ellas, la más pequeña, se negaba a salir del lampati para volar. Toda su familia estaba preocupada, pero pasaron los días y la pequeña luciérnaga seguía sin querer salir del árbol lampati. Una noche, con todas las luciérnagas poblando el cielo nocturno del bosque, su abuela se quedó en el árbol para razonar con ella:
– ¿Qué te pasa, nieta? Nos tienes preocupados a todos, ¿Por qué no sales con nosotros por la noche a divertirte volando?
– No me gusta volar – respondió, tajante, la pequeña.
– Somos luciérnagas, es lo que hacemos mejor. ¿No quieres volar mostrando tu luz e iluminando la noche? – le insistió la abuela.
– La verdad es que… Lo que me pasa es que… – comenzó a explicar la pequeña – Tengo vergüenza. No tiene sentido que ilumine nada si la luna ya lo hace. No me podré comparar nunca ella, soy una chispa diminuta a su lado.
– Si salieras con nosotros verías algo que te sorprendería. Hay cosas de la luna que aún no sabes…
– ¿Qué es lo que no sé de la luna que todos sabéis? – preguntó la luciérnaga pequeña con curiosidad.
– Pues que la luna no siempre brilla de la misma forma. Depende de la noche, brilla entera, la mitad o solo un cachito. Incluso hay días que se esconde y nos deja todo el trabajo a nosotras, las luciérnagas. La luna cambia con frecuencia y no siempre brilla con la misma intensidad. En cambio tú, pequeña luciérnaga, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia luz.
Esa noche, la pequeña luciérnaga salió del lampati para iluminar la noche, entendiendo que cada uno debe hacer brillar su propia luz, mostrando a los demás lo mejor de sí mismo.
Cuento Tailandés
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