La profesora Clara tenía un don que casi nadie conocía: cuando observaba a sus alumnos, veía pequeñas estrellas suspendidas sobre ellos. Cada una era distinta. Algunas brillaban con una luz intensa, fruto de la ilusión o del buen momento que vivían. Otras parpadeaban con timidez, como si dudaran de su propio valor. Y había algunas que apenas emitían un destello, apagadas por miedos, inseguridades o jornadas que pesan más de lo que uno desearía admitir.
Una mañana, Clara notó algo que la inquietó: la estrella de Leo estaba prácticamente apagada. Leo era uno de esos alumnos llenos de preguntas, de curiosidad y ganas de entender el mundo. Pero aquel día entró en clase con los hombros caídos y la mirada perdida.
Durante la lectura en voz alta, Leo se equivocó en una frase. Fue un error sin importancia, pero él se encogió de hombros y murmuró:
—Sabía que lo haría mal. Nunca me sale nada bien.
Clara se acercó, se agachó a su altura y le habló con sinceridad, sin dramatismos:
—¿Sabes una cosa? Todos llevamos una estrella con nosotros. Yo puedo verla. Y la tuya es especial. A veces una estrella parece que no brilla, pero no porque no pueda… sino porque se lo cree. Solo necesita recordar de qué está hecha.
Leo levantó la vista, desconfiado pero atento:
—¿Y de qué está hecha la mía?
—De lo mismo que tú —respondió ella—: de ganas de aprender, de coraje para seguir intentándolo y de una sensibilidad que vale más de lo que tú piensas.
Ese día, Clara decidió compartir con la clase su “secreto”. Les propuso algo sencillo pero exigente: aprender a cuidar su propia luz y la de los demás. No era cuestión de “ser perfectos”, sino de reconocer los momentos en los que, a pesar de las dudas, uno se atreve a dar un paso más. Y de saber mirar al compañero con respeto, animándolo cuando la vida le pesa más de lo que deja ver.
Con el tiempo, la clase empezó a cambiar. Había quien arriesgaba más, quien dejaba de esconderse, quien descubría que equivocarse no es fracasar, sino moverse. Y Leo, cada vez que participaba, aunque dudara, recuperaba un fragmento de esa luz que creía perdida.
Un viernes, mientras resolvía un ejercicio en la pizarra, su estrella volvió a brillar con fuerza. No por acertar, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, se permitió confiar en sí mismo.
Hoy, cuando Clara observa el aula, no ve simplemente a un grupo de estudiantes. Ve un cielo entero, lleno de estrellas que aprenden a brillar, no en soledad, sino juntas.
- ¿Qué cosas crees que pueden “apagar” la luz de una persona en vuestro día a día?
- ¿Qué gestos reales —no discursos— pueden hacer que alguien vuelva a brillar un poco más?
- ¿Cómo describirías tu propia estrella? ¿Qué parte de ti te gustaría recuperar o fortalecer?
Cada persona posee una luz interior que no desaparece aunque pasemos por etapas oscuras. Los maestros y maestras, como Jesús con sus discípulos, pueden ayudar a que esa luz resurja, acompañan sin juzgar y confían incluso cuando uno mismo no puede hacerlo. Cuidar nuestra luz y la de los demás es una manera concreta de hacer visible un mundo en el que cada persona pueda brillar con la dignidad, la bondad y la belleza con las que fue creada. ¿Iluminamos?
Que tengas un buen día.

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