No. Nunca me gustaron los zapatos de papá; tan rígidos, tan duros, tan negros y grandes, que aquella vez que me los probé, el tacón cuadrado y compacto hacía el ruido suficiente para que sintiera miedo. Así que, ambos zapatos los escondía debajo de la cama, sobre todo para no verlos. Eran unos pequeños monstruos chivatos, porque me hacían daño cuando él los buscaba por todos los rincones de la casa. En cambio los zapatos de mamá, casi me quedaban bien. Estaban hechos de fantasía y colorido. Yo me subía a sus tacones y soñaba con ser mayor para colgarme de la luna y quizá pasear por alguna nube, quizá, por eso me ponía de puntillas o rellenaba de algodón su calzado. Pero lo que de verdad me reconfortaba, era ponerme las zapatillas de casa de mi abuelo; cálidas y flexibles que siempre me abrazaban los pies, cuando la vida llegaba con ráfagas de aire frío y quería congelarme los sueños. De todos modos, lo que me fascinaba, era caminar descalza. Todavía.
Es difícil ponerse en el lugar de la otra persona pero, una vez logrado, es imprescindible para comprender cualquier postura. Todos y todas tenemos una razón que explica nuestro comportamiento y sólo le ayudaremos si le entendemos: ¿estáis de acuerdo?
Comentarios
Publicar un comentario
Comparte tu opinión de manera responsable y evita el anonimato: Escribe tu nombre, el curso y tu cole gabrielista. Muchas gracias.