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RELATOS DEL MUNDO: El campanero


¡Buenos días!
En un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques vivía un chico llamado Jaime. Era un chico alegre, curioso y muy responsable. Todo el mundo en el pueblo lo conocía porque era el encargado de tocar las campanas de la iglesia.
De todos los días del año, el 1 de noviembre, la Fiesta de Todos los Santos, era la más especial para él y sus amigos. Desde pequeños, la esperaban con ilusión, como si fuera una fiesta mágica. Durante la mañana, los chicos y chicas del pueblo iban de casa en casa con cestos y canciones, pidiendo comida para poder pasar la noche en vela. La gente del pueblo los recibía con una sonrisa y les daba castañas, boniatos, manzanas o algún trozo de pan dulce. Algunos incluso les contaban historias de sus santos y santas preferidos y les recordaban que el Día de Todos los Santos no era solo para pensarlos, sino también para agradecer todo el bien que habían hecho con su vida ejemplar.
Cuando el sol empezaba a ponerse y el cielo se teñía de naranja, Jaime y sus amigos subían hasta lo más alto de la torre del campanario. Allí arriba, Jaime empezaba a sonar las campanas durante toda la noche. Mientras, sus amigos y amigas encendían un pequeño fuego con leña seca para calentarse, tostar castañas y dar calor.
Esa noche no era una noche cualquiera. Era la noche de los difuntos, la noche en la que todo el pueblo recordaba a las personas que ya no estaban. El sonido de las campanas, resonando con suavidad pero constantes, servían para recordar a todo el mundo que el amor y el recuerdo nunca se apagan. Jaime hacía sonar las campanas con fuerza y ​​ternura consiguiendo que cada sonido pareciera un abrazo que despegaba hacia el cielo.
Sus amigos, mientras él tocaba, rezaban o contaban historias de personas queridas. Alguien hablaba de su abuelo, otra de su tía, y todos, sin darse cuenta, estaban haciendo exactamente lo que habían hecho sus antepasados: compartir recuerdos y vida en torno al fuego, mientras las campanas sonaban como un puente entre el cielo y la tierra.

Con el paso de los años, esa costumbre se fue convirtiendo en una tradición que ya no era sólo de los campaneros, sino de todo el pueblo. Las familias empezaron a reunirse en casa, a tostar castañas y a comer dulces que simbolizaban el amor que perdura, mientras el humo que salía de las chimeneas parecía enviar besos y pensamientos a quienes ya se habían ido.
Y así, cada año, cuando llega el día de Todos los Santos, aunque Jaime ya sea mayor y quizás ya no suba a la torre, el pueblo sigue escuchando el sonido de las campanas, oliendo las castañas y probando los dulces mientras recuerdan a sus queridos. Porque, en el fondo, lo que aprendieron aquella noche es que recordar es una forma de amar, y que el calor del fuego, de las castañas y de los amigos es la mejor manera de mantener viva la memoria de quienes amamos.

¿Te imaginas recuperar esta tradición? Reunirnos alrededor de un fuego para recordar a las personas que nos han dejado como si se tratara de una fiesta donde, durante al menos un día o unas horas vuelves a vivir la memoria y el recuerdo de aquellas personas que has amado y te han amado. Ciertamente, hablar de la muerte y los difuntos puede resultar difícil, sobre todo si la pérdida ha sido reciente; sin embargo, es necesario tener espacios donde poder expresarnos y sobre todo dónde poder recordar todo el bien que han hecho y nos han hecho. Te invito a hacer tuya esta tradición tan bonita como necesaria.
Que tengas un buen día.

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